Etienne Krähenbühl, “Memobiles”.Galería Joan Gaspar, C/ General Castaños 9, bajo derecha. Madrid. 21 mayo-finales julio 2009
Lo más bonito que nos ofrece la vida es la capacidad que tiene para sorprender. Como la muchacha que día tras día acude a la biblioteca y un día descubre la nota de un admirador, así se me apareció la muestra de Etienne Krähenbühl. Cuando ya creía que no encontraría nada diferente en el arte, que todo está inventado como comúnmente se dice, di con la exposición de este artista francés en la Galería Joan Gaspar. La muestra se me antojó como esa notita amorosa que consigue con su excepcionalidad cambiar el sabor de la vida. De una gran originalidad y fuerza plástica, las esculturas de Krähenbühl aparecían dispuestas en la galería como si de un parque de atracciones de los sentidos se tratara. Con la inusual y atrayente promesa de que podría tocar las obras recorrí aleatoriamente el espacio. Efectivamente resultaba imprescindible interactuar con las piezas si se quería comprender la esencia de la muestra. Ya desde los ex votos sumerios (e incluso mucho antes), pasando por los iconos bizantinos, los retratos de Luis XIV, hasta llegar a la capilla de Miquel Barceló en la Seu, el arte se ha presentado como algo diferenciado de la cotidianidad. Por su frecuente relación con la magia, la religión, la realeza, o la representación de entidades superiores a las humanas, el arte ha ido tomando una connotación mítica que lo ha alejado de la esfera de lo ordinario. El arte se ha ido convirtiendo en algo inaccesible y sobretodo contemplativo. La casi obsesiva prohibición de tocar las obras por parte de los museos (comprensible por otra parte dado el salvajismo que presentan algunos ejemplares de la especie humana) ha contribuido a que el arte se siga percibiendo como algo no propio, como una realidad sacra en sí misma. He aquí donde se encontraba la gran singularidad de la muestra, que el autor nos permitiera abrazar sus esculturas al igual que Miguel Ángel abrazó su Piedad Rondanini, era algo muy de agradecer y que permitía una relación mucho más personal e íntima con el arte. Krähenbühl no solo nos regalaba la posibilidad de un contacto directo con la materia, sino que el resultado de este contacto era la emisión de unos sonidos que mi imaginación quería sentir como ancestrales. Los Memobiles del francés eran en cierta manera una especie de obra de arte total, como la que una vez promovieron Wagner o los futuristas, que conseguía una emoción mucho más intensa y completa al participar conjuntamente la vista, el oído, el tacto y el olfato (lástima que el hierro y el níquel-titanio no se puedan saborear). A medida que iba tocando las obras y los sonidos de éstas se solapaban de forma tan harmónica que incluso pensé en la posibilidad de componer una pieza musical con ellas, me sentí viajar, como hizo Proust con su magdalena, hasta los veranos de mi infancia en un pueblo caluroso y seco de Castilla (no he dicho aldea por no ofender sensibilidades familiares). En un instante ya no me encontraba en la galería, ni en Madrid, en un instante me trasladé hasta un bosque, hasta un parque abandonado un domingo por la tarde desde donde se oye a las testigos más fieles del paso del tiempo: las campanas de la iglesia. Cuando finalizó su intenso repique me encontré súbitamente delante de Tu me hérises le poil, Au fil de l’O, Grand fleur du mal, Levitation I, Levitation II, Mise en boit du albe y otros títulos igualmente sugerentes. La obra Petite Levitation era en su exquisita sencillez, elegancia e ingenio al evocar el aleteo de los pájaros, el refinado colofón de este bosque inanimado y mágico. La propuesta de Etienne Krähenbühl me pareció en definitiva una conciliación entre la necesidad de innovar en el arte, y la posibilidad de hacer unas obras tremendamente estéticas y evocativas, demostrando por otra parte, que para ser original no hace falta escandalizar ni provocar la ira de nadie.
Ana Ferrero Horrach