Los ojos de la fotografía

La fotografía siempre ha ejercido una fascinación especial en mi. Hay algo verdaderamente sorprendente en la capacidad de capturar un instante preciso de la vida e inmortalizarlo sobre una superficie para siempre. El tiempo se detiene. Ese espacio, esas figuras congeladas por la fotografía son las vencedoras de una batalla contra el cronos condescendiente que se sabe ganador de la guerra. Da lo mismo. El hombre se ha acercado triunfalmente a la eternidad al haber conseguido conocer el semblante de gentes que murieron hace siglos, o recreado en la contemplación de lugares que desaparecieron ya de la tierra. Ni siquiera las razonadas explicaciones de los procedimientos y procesos químicos y fotoquímicos logran restarle un ápice de “magia” a esta técnica que se remonta a 1826, cuando el francés Niepce consiguió fijar de manera permanente la imagen que se veía desde su ventana después de ocho horas de exposición de la placa a la luz. Todo un hito. Desde entonces, y gracias a constantes avances técnicos, un sinfín de temáticas han ocupado el protagonismo de la cámara. De todas ellas, el retrato es sin duda mi favorita.

Lo sé, el retrato no es precisamente un género nuevo, al contrario, sus orígenes se encuentran en los mismos albores de la historia del arte y han sido numerosos los artistas que lo han trabajado en las más variadas disciplinas. Entonces, si tan recurrente ha sido, si tan poco original es este género en sí, ¿qué tiene el retrato para seguir seduciendo al espectador? ¿Qué tiene de especial la imagen petrificada de personas que nos son completamente desconocidas? ¿Por qué los retratos de Carmela García en el Casal Solleric siguen intrigando al público?

Quizá tiene que ver con el placer voyerístico de observar sin ser observado. ¿Cómo poder escudriñar a alguien sin encontrarse como respuesta la mirada dubitativa, o desafiante, o sorprendida del otro? La fotografía lo permite, pero sólo en cierta manera. Porque, en verdad, ¿quién es aquí el intimidado? En la muestra de retratos fotográficos I want to be de la citada García, mire donde mire el empequeñecido visitante se encuentra con la profundidad de la mirada de unos imponentes desconocidos, clavada sin escapatoria sobre él.

En las fotografías de Carmela García algo trágico, profundo, melancólico, se entrevé en sus representados. Los azules ojos tristes de una «Young british girl» anónima se fijan inquietantes en un afligido espectador, quien se pregunta el porqué de tan nostálgico gesto. Es un juego de miradas, o más bien de ojos, el elemento más sugerente de estos retratos. Ojos grises de un formidable perro de mirada perdida, en contraste con los profundos ojos negros de su escuálida dueña. El ojo marrón del anillo de «I want to be Matta Hari«, y los recelosos de «I want to be Lee Miller«. También ojos penetrantes y ambiguos, en este caso, los de I want to be Georgia O’keffe. Pero poco tienen que ver los retratos de la muestra con los de la fotógrafa estadounidense de principios del siglo XX Berenice Abbott, a quien García pretendía evocar. Da igual, mejor así. Otra vez la obsesión de los artistas actuales por validar su trabajo mediante la cita a artistas consolidados. No hace falta. Las fotografías de García tienen la fuerza suficiente como para significarse por sí mismas. Es una muestra reducida, pero sin duda vale la pena una visita.

 

Crítica publicada originalmente en el Diario de Mallorca el día 27 de noviembre de 2017

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