«El secreto mágico del arte es mostrar lo que vive y siempre vivirá en el espíritu» (Pierre Bruguiere, 1962)
En la escala de ida de uno de esos viajes catárticos de purificación emocional, corporal, mental y espiritual, quise aprovechar para visitar en Madrid una renombrada exposición de retratos proveniente de la colección del Pompidou («Retratos, obras maestras», Fundación Mapfre Madrid – Centre Pompidou, del 26 de septiembre de 2012 al 6 de enero de 2013)
Cuando llegué a la Fundación Mapfre un 5 de enero, me encontré a primera hora de la mañana con una larga cola de gente esperando en la calle. Al principio no sabía qué era lo que esas personas estaban haciendo allí una fría mañana de víspera de reyes; ¿esperaban para comprar los últimos números de la lotería del niño? ¿Estaban regalando chucherías? ¿Cestas de Navidad?
Mi sorpresa fue notable al darme cuenta de que todas esas personas habían acudido como yo, a visitar la exposición de retratos aprovechando el penúltimo día de la misma. Entonces entendí orgullosa que los españolitos de a pie habíamos conseguido la madurez cultural necesaria (aún queda bastante por hacer) para saber disfrutar de esa oportunidad para contemplar una muestra de esas que se suelen considerar antológicas, situando la cultura en un puesto cada vez más alto en nuestra escala de valores.
Una vez dentro, al recorrer con la mirada las obras maestras de los grandes de la pintura de todos los tiempos, sentí una emoción que no sabía describir. En mi duda existencial descubrí que lo que estaba experimentando era felicidad; una emoción contenida al evadirme de mi contexto mediante la belleza de esas pinturas, y acabé reconociendo el placer estético sobre el que nos hablaron al principio de la carrera, y que en ese momento, hace ya algunos años, no pude entender.
«No podría representar a una mujer con toda su belleza natural (…) por consiguiente debo crear una nueva suerte de belleza, una belleza que se me antoje en términos de volumen, de línea, de masa y de peso, y a través de la cual interprete mi impresión subjetiva» (Braque, 1910)