La línea que separa la capacidad para mantener un estilo personal y característico a lo largo de una trayectoria artística, y lo que vendría a ser directamente un autoplagio es fina, muy fina. Lo primero es sin duda una virtud codiciada por artistas de todas las condiciones y épocas, lo segundo, es sin embargo uno de los más tristes defectos a los creadores atribuibles.
Y es que el autoplagio es aún más lamentable, si cabe, que la copia descarada a otra persona. Porque en el plagio, el individuo imitador es consciente de su incapacidad innata para crear algo propio y original y recurre, sin mayor drama, al “préstamo unidireccional” de ideas de otros. En este caso, el ser plagiador probablemente nunca tuvo una habilidad especial para lo que en este preciso momento se ve obligado a copiar, y se adueña sin complejos de las aportaciones de otro. No se echa de menos lo que nunca se ha tenido.
Pero el autoplagio lleva implícito el drama de la pérdida; de la pérdida de la creatividad, quizá la mayor de las calamidades que le pueda acontecer a un artista. Habrá quien piense que es lícito copiarse a si mismo, o reciclar producción, si se prefiere el eufemismo. Quizá. Lo que parece seguro es que, un artista, pudiendo ofrecer algo nuevo, raro es que prefiriera obstinarse a repetir lo ya creado. O más bien los tiros van por otro lado. Puede ser incluso que no se trate de un problema de aridez creativa, sino que el artista en cuestión decida, aún teniendo rebosante su fuente de inspiración, repetir, cuál fórmula de la coca-cola, los triunfos pasados a la espera de mantener las ganancias por ellos generadas. ¿Se le puede seguir llamando arte?
Algo parecido a esto le pasa a Santiago Villanueva. Si se comparan obras suyas de hace una década con las de ahora, resulta imposible apreciar evolución alguna. Villanueva se ha quedado levitando en una especie de limbo de producción en cadena, ofreciendo obras que se repiten más que el alioli. La obra que tiene expuesta en la Galería Xavier Fiol, ya en su última semana, es un ejemplo de ello. No se puede negar la belleza de la instalación; una majestuosa obra formada por una hipnotizante repetición de elementos verticales y sus siempre presentes huevos de una atractiva y seductora textura “plastilinosa” que funcionan bien formalmente. De la especie de póster que medio cuelga de la pared en un intento frustrado de repetir bidimensionalmente la jugada de la escultura a la que acompaña, sin embargo, no se puede decir lo mismo. El problema de Villanueva no es que en sus obras no se pueda encontrar belleza, el problema es que con la opción de automímesis creativo que ha elegido, aunque válida y respetable, queda en entredicho lo que se puede considerar arte de lo que es una producción a lo IKEA.
Crítica aparecida originalmente en el Diario de Mallorca el 29 de enero de 2018